El día comenzó nublado, con una ligera amenaza de chubasco, bruma y frío. No parecía el mejor escenario para lo que nos esperaba a primera hora, ya que teníamos reservado el acceso a uno de los miradores más modernos y populares de la ciudad: el Summit, situado en el edificio One Vanderbilt.
A tan solo 20 minutos a pie de nuestro hotel, One Vanderbilt es un impresionante rascacielos de diseño vanguardista que, desde su inauguración en 2020, ha marcado un hito en el skyline de Manhattan. Con 427 metros de altura, se ha posicionado como el cuarto rascacielos más alto de la ciudad, destacándose como un gigante de cristal y acero. Su diseño arquitectónico, obra de la firma Kohn Pedersen Fox, resalta por una elegante fachada de vidrio que refleja la luz y los colores del entorno urbano. Un aspecto destacado de este rascacielos es su conexión directa con Grand Central Terminal.
Es recomendable comprar las entradas con al menos 3 días de antelación, ya que suelen agotarse rápidamente. Además, el Summit es una de las pocas atracciones que no está incluida en las tarjetas turísticas de Nueva York, por lo que las entradas deben adquirirse directamente a través de su página web oficial: https://summitov.com. Los precios comienzan en 46$, aunque pueden aumentar si optas por algún extra o si reservas para el horario del atardecer.
El sol empezaba a vislumbrarse a medida que nos acercábamos al rascacielos, y la amenaza de lluvia desaparecía, regalándonos un clima más agradable. A las 9h, nuestra hora de acceso, entramos al edificio por la calle 43 y comenzamos a seguir las indicaciones hacia el Summit. Aunque era temprano, nos sorprendió encontrar una larga cola que afrontamos con paciencia. Tras pasar el control de seguridad y recibir una proyección de bienvenida, nos entregaron fundas para el calzado, esenciales para proteger los suelos reflectantes, y gafas de sol, una recomendación que rápidamente adquiere sentido al entrar (aunque en nuestro caso llevábamos nuestras propias gafas). También nos invitaron a pasar por unas máquinas interactivas para escanear nuestro rostro de manera opcional. Después, tomamos un ascensor de alta velocidad, decorado con efectos de luz y sonido, que nos elevó a los pisos superiores.
El Summit One Vanderbilt es mucho más que un mirador tradicional; se trata de una experiencia multisensorial diseñada para sorprender y maravillar a cada paso. Esta atracción combina arte, tecnología y arquitectura de manera única.
La experiencia comienza en la sala principal, conocida como Transcendence. Aquí, el suelo, las paredes y el techo están completamente cubiertos de espejos y cristales, multiplicando la luz natural, el cielo y las vistas de la ciudad. El diseño del espacio provoca una sensación de infinito, como si el visitante estuviera flotando en un mundo alternativo de reflejos y luces. Las vistas de Manhattan, a pesar de la bruma que todavía persistía, eran espectaculares, con panorámicas directas del edificio Chrysler, el Empire State y el Downtown.
Después, continuamos en la sala Affinity, donde la atención se centra en unas esferas plateadas suspendidas en el aire que parecen desafiar la gravedad. Estas bolas pueden ser tocadas e incluso empujadas suavemente, creando una experiencia interactiva para los visitantes. Nuestro peque se lo pasó genial en este punto, corriendo detrás de las bolas como pollo sin cabeza. Fue un momento muy divertido.
Seguimos con Levitation, un conjunto de cubos de cristal que sobresalen de la fachada del edificio y en el que toca hacer cola. Al adentrarte en estos cubos, tienes la sensación de estar flotando sobre la ciudad, ya que el suelo de cristal permite ver directamente hacia abajo, a cientos de metros de altura. El tiempo dentro está muy limitado, ya que está pensado para que te hagan un par de fotos que puedes comprar antes de abandonar el mirador. Afortunadamente, también te dejan unos segundos para hacer tus propias fotos.
En Unity, pudimos descubrir para qué era el escaneo del rostro que nos hicieron al principio. En este espacio, los visitantes pueden ver su rostro proyectado artísticamente en las paredes, lo que añade un toque personal y creativo a la experiencia.
Por último, el Summit incluye una terraza al aire libre que ofrece vistas panorámicas sin ningún tipo de reflejo ni efecto óptico. Es el lugar perfecto para disfrutar del skyline de Nueva York de manera más directa y sin distracciones, ideal para tomar fotografías clásicas de la ciudad. También hay un lounge bar al que decidimos no entrar.
Aprovechando la conexión directa de este edificio con Gran Central Terminal, fuimos a ver la estación de tren más famosa del planeta.
Grand Central Terminal, inaugurada en 1913, no solo es una obra maestra arquitectónica, sino también un testigo vivo de la historia de Nueva York y un ícono del mundo del cine. Diseñada por las firmas Warren and Wetmore y Reed and Stem, la terminal se construyó para reemplazar la antigua Grand Central Depot, adaptándose al crecimiento de la ciudad y a la electrificación del transporte ferroviario. Durante décadas, fue un símbolo de modernidad y progreso, aunque en los años 70 estuvo al borde de la demolición debido al deterioro y la falta de mantenimiento. Fue gracias a un esfuerzo liderado por Jacqueline Kennedy Onassis y varios defensores del patrimonio histórico que se logró salvar y restaurar este tesoro logrando que se nombrara Hito Histórico Nacional.
Desde el exterior, Grand Central destaca por su diseño Beaux-Arts y su fachada, coronada por una escultura de Mercurio, Minerva y Hércules, que simbolizan el comercio, la sabiduría y la fuerza. En el centro, un majestuoso reloj de 4 metros de diámetro fabricado por Tiffany & Co.
Al pasar por sus puertas, llegamos al vestíbulo principal, conocido como Main Concourse. Deslumbra con su techo abovedado decorado con un mural astronómico que representa las 12 constelaciones a través de 2.500 estrellas doradas pintadas con pan de oro, algunas de las cuales están iluminadas por pequeñas luces LED. Lo curioso es que este cielo estrellado está pintado en sentido inverso, un detalle que ha suscitado todo tipo de teorías y curiosidades entre los visitantes. En los años 90, el techo fue restaurado para eliminar décadas de acumulación de humo y suciedad que hoy en día podemos contemplar en una pequeña sección rectangular que se dejó deliberadamente sin limpiar para mostrar la diferencia. La luz natural entra a través de enormes ventanales en los que, si nos fijamos bien, podremos llegar a ver algún operario pasar por ellas.
En el centro del vestíbulo se encuentra un reloj de cuatro caras sobre la caseta de información que se ha convertido en un punto de encuentro tradicional para neoyorquinos y turistas. Este reloj, cuya base está hecha de mármol y cuyas esferas están elaboradas con ópalo, está valorado entre 10 y 20 millones de dólares y es un símbolo de la puntualidad y precisión que caracterizan a la terminal. En los extremos del vestíbulo hay unas elegantes y ornamentales escaleras de mármol rosa que conducen a los balcones superiores, desde donde se obtiene una buena panorámica del Main Concourse y donde también se encuentra en el extremo este una tienda Apple, perfectamente integrada en el diseño clásico de la estación.
Grand Central Terminal fue una de las primeras estaciones en incorporar rampas para poder bajar a los niveles inferiores, eliminando barreras arquitectónicas y facilitando así el transporte de equipaje. Pero hay otro elemento más que se incorporó siguiendo una estética acorde con el estilo Beaux-Arts del edificio: el ascensor. En los niveles inferiores se encuentran numerosas tiendas, cafeterías y restaurantes. Fue ahí donde hicimos una pausa para comer y probar por primera vez, y seguramente última, un Shake Shack, la famosa cadena de hamburguesas neoyorquina. En mi opinión, es un McDonald's con un precio más elevado: 48.65$ por 2 hamburguesas con sus patatas, bebidas y unos nuggets. También aprovechamos para saborear las deliciosas cupcakes de Magnolia Bakery, una franquicia de pastelerías que se ha hecho popular a raíz de la serie Sexo en Nueva York.
Otro rincón curioso en los niveles inferiores es la Galería de los Susurros, ubicada en las inmediaciones del Oyster Bar. Este lugar destaca por una peculiaridad acústica única: si dos personas se colocan en esquinas opuestas del arco y susurran, el sonido viaja de forma nítida, como si estuvieran al lado. Esta sorprendente característica es posible gracias al diseño de las bóvedas de ladrillo que emplean la técnica de la bóveda tabicada, popularizada en Estados Unidos por el arquitecto valenciano Rafael Guastavino, quien ideó más de 300 edificios en la ciudad. Probar este fenómeno se ha convertido en un pequeño ritual para los visitantes de la terminal y nosotros no fuimos menos.
Finalmente, salimos de la estación por el extremo este, pasando por Grand Central Market, un mercado que ofrece una selección de productos gourmet y frescos que atraen tanto a locales como a turistas, aunque lo que nos pareció más llamativo fue su extravagante lámpara que decora su entrada por Lexington Avenue.
Ya que el primer día llegamos tarde para visitar la Biblioteca Pública de Nueva York, aprovechando que estábamos muy cerca, decidimos intentarlo de nuevo. Pero una vez más nos encontramos las puertas cerradas. Era Columbus Day, día festivo que conmemora la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo. En fin, lo dejaremos para cuando podamos volver a Nueva York. Además, no estoy seguro de cómo habríamos encajado en una biblioteca con un bebé de 16 meses. Me imagino al fantasma de Los Cazafantasmas mandándonos guardar silencio. Sí, esta es la biblioteca que aparece al principio de esta exitosa saga.
Detrás de la Biblioteca Pública se encuentra Bryant Park. El parque lleva el nombre de William Cullen Bryant, un poeta y periodista que defendió la importancia de los espacios públicos en Nueva York. Pero su historia va más allá del nombre: antes de su existencia como parque público, el sitio sirvió como campo de batalla en 1776 para las tropas de George Washington mientras huían de las fuerzas británicas. Más adelante, en el siglo XIX, el lugar se convirtió en un depósito de agua antes de ser transformado, en 1884, en parque público, adoptando el nombre de Bryant Park. A pesar de su historia, en los años 70 cayó en el abandono y se volvió un espacio inseguro. Fue gracias a una ambiciosa renovación que renació como el vibrante punto de encuentro que es actualmente, lleno de actividades, eventos culturales y un ambiente único.
Estaban montando la pista de patinaje y el mercadillo navideño, así que nos encontramos el parque prácticamente patas arriba, con un intenso olor a serrín que no invitaba demasiado a quedarse. Aun así, las áreas habilitadas tenían su encanto: estaban llenas de mesas y sillas donde la gente descansaba y disfrutaba del ambiente, mientras que, en un lateral, había un carrusel con animales que tenía un toque vintage. No pudimos resistirnos a subir al pequeño trotamundos que le encanta este tipo de entretenimiento. El precio de un paseo es de 4 $.
Desde el parque hubo un edificio que me llamó bastante la atención y que no pasa desapercibido: el American Radiator Building, de ladrillo negro y detalles dorados.
Tras rodear el parque, regresamos a la fachada de la Biblioteca Pública que da a la Quinta Avenida. Inaugurada en 1911, esta joya arquitectónica del Beaux-Arts fue diseñada por Carrère y Hastings, y no deja indiferente a nadie. Su imponente escalinata de mármol conduce a tres majestuosos arcos flanqueados por columnas corintias que parecen dar la bienvenida a un templo del conocimiento. A los pies de la escalinata se encuentran dos leones de piedra, Paciencia y Fortaleza, esculpidos por Edward Clark Potter. Estos guardianes se han convertido en un símbolo inconfundible de Nueva York.
Seguimos paseando por la Quinta Avenida hasta llegar a Madison Square Park, dejando atrás el Empire State que lo dejaríamos para el final del día. Este pequeño y encantador parque tiene su propia historia ya que fue aquí donde Shake Shack comenzó su andadura vendiendo perritos calientes desde un simple carrito. Años después, abriría su primer establecimiento en este mismo lugar, y hoy en día sigue siendo una parada obligada para locales y turistas.
El parque está rodeado de impresionantes edificios, como el New York Life Building, con su icónica cúpula dorada, y el Met Life Tower, que en su momento fue el rascacielos más alto del mundo. Pero el más famoso de todos es, sin duda, el Flatiron Building. Su inconfundible forma triangular, que recuerda a una plancha de ropa, le dio su nombre y lo convirtió en uno de los símbolos más fotografiados de Nueva York desde su inauguración en 1902. Diseñado por Daniel Burnham, este edificio de acero y piedra caliza fue una de las primeras estructuras de gran altura de la ciudad y todo un hito en la arquitectura de la época. Por desgracia, lo encontramos completamente cubierto por andamios debido a su restauración, lo que fue una gran decepción para mí, ya que tenía muchas ganas de verlo en todo su esplendor.
Justo detrás del Flatiron Building, en la esquina de Broadway con la calle 22, se encuentra un lugar mágico para los fans de Harry Potter. Se trata de la tienda más grande de merchandising de esta famosa saga. El interior está lleno de detalles mágicos, como una enorme réplica de Fawkes o Nagini, y experiencias interactivas, incluida una en realidad virtual. Además, cuenta con una cafetería donde se puede probar la famosa cerveza de mantequilla. Incluso si no eres un gran fan como yo, vale la pena entrar y dejarse sorprender por su atmósfera. Y, por casualidades de la vida, allí mismo quedamos con una amiga que también estaba en Nueva York pasando unos días y que nos acompañaría a cenar a Eataly, nuestro siguiente destino.
Eataly es el lugar perfecto para los amantes de la comida italiana. Más que un simple restaurante, es un auténtico templo gastronómico donde se combinan mercado, restaurantes y cafeterías en un mismo espacio. Aquí se pueden encontrar productos italianos de primera calidad, desde pastas y quesos hasta aceites y vinos, además de una selección de platos tradicionales preparados al momento. También cuenta con opciones para llevar, ideales para quienes quieren disfrutar de un pedazo de Italia en cualquier rincón de Nueva York. Nos sentamos en uno de sus numerosos restaurantes y saboreamos algún que otro plato de pasta mientras adquiríamos las entradas para visitar el Empire State, nuestra última visita del día. La cena salió por más de 85 $ dos personas.
El precio para visitar el Empire State Building parte desde 49 $, aunque puede variar según la hora de la visita o si decides subir hasta la plataforma de observación de la planta 102, que ofrece una experiencia más exclusiva. Esta atracción está incluida en casi todas las tarjetas turísticas de Nueva York. Si prefieres comprar la entrada de forma independiente, puedes hacerlo directamente en la web oficial: https://www.esbnyc.com/es/buy-tickets.
El Empire State Building es el rascacielos más emblemático de Nueva York y, posiblemente, el más popular a nivel mundial. Diseñado por William F. Lamb, su construcción comenzó en 1930 y tardaron 1 año y 45 días en terminarlo, reduciendo los plazos previstos y su presupuesto, igualito que todo lo que hace Santiago Calatrava. Esta joya del Art Decó se convirtió el 1 de mayo de 1931 en el rascacielos más alto del mundo con 443 metros de altura incluyendo su antena. Mantuvo este título durante 40 años y, en 2001, tras la destrucción del World Trade Center, volvió a ser el edificio más alto de la ciudad de Nueva York hasta 2012. Más allá de su impresionante altura, el Empire State ha sido testigo del crecimiento de la ciudad y ha aparecido en innumerables películas y momentos históricos, consolidándose como un verdadero símbolo de Nueva York.
Con la noche ya encima, accedimos al edificio por la entrada que está en la calle 34. Tras pasar el control de seguridad accedimos a la planta 2 donde se encuentra una serie de exhibiciones interactivas sobre la historia del edificio. Aquí pudimos ver cómo fue su construcción en tiempo récord, su influencia en la cultura pop y algunas fotos de las celebridades que lo han visitado. También hay una sala dedicada a King Kong, con recreaciones de sus enormes manos atravesando las ventanas.
El siguiente punto de la visita nos llevó a la planta 80, donde pudimos disfrutar de las primeras vistas de Manhattan a través de grandes ventanales. Sin embargo, al ser de noche, los reflejos de las luces interiores en el cristal dificultaban un poco la experiencia. Aun así, lo mejor estaba por venir. En la planta 86 se encuentra una terraza al aire libre con vistas 360º, el verdadero punto culminante de la visita. Desde aquí, el skyline de Manhattan se extiende en todas direcciones, con la ciudad completamente iluminada, ofreciendo una imagen simplemente espectacular. Eso sí, en el exterior hay que abrigarse bien, ya que el viento se siente con mucha más intensidad y la sensación térmica desciende notablemente, pero el frío pasa a segundo plano cuando tienes Nueva York a tus pies.
Aun así, en mi opinión, las vistas desde el Top of the Rock y el Summit son más impactantes, principalmente porque desde allí se puede ver el Empire State formando parte del skyline.
Y con esto dábamos por finalizado un gran día en el que nos habíamos sumergido en el corazón de Midtown de Manhattan, explorando sus rincones más emblemáticos y disfrutando del contraste entre el día y la noche de Nueva York desde las alturas.
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